Este año me tocó atravesar una depresión que me consumió.
Venía de años sin dormir: noches en vela por los niños, sin una red real que sostenga lo cotidiano. Me hice cargo de la dinámica familiar —la de mi casa y, muchas veces, también la de otros— y ese exceso silencioso fue el punto de quiebre. Ponerle nombre a lo que me estaba pasando no lo resolvió todo, pero sí marcó un antes y un después: al menos dejé de creer que era “yo fallando” y empecé a entender que era yo agotada.
Hoy miro atrás y veo que no solo puse el cuerpo: puse el tiempo, las ganas, la paciencia, el amor. Un amor que no se reconoció, y que encima vino con una trampa: ser madre era lo único permitido. Si intentaba hacer “algo para mí”, parecía un pecado. “¿Cómo vas a pensar en vos?”, “eso es egoísmo”. Y lo peor es que yo también lo creí. Me culpé durante años por quejarme de andar siempre desprolija, con ropa manchada de comida, mocos y vida real; como si el cansancio fuera un defecto moral y no la consecuencia lógica de sostenerlo todo sin descanso.
Solo había lugar para cumplir: ser madre y, además, “cumplir” con lo que se esperaba de una “familia religiosa”, mientras yo me apagaba de a poco. Me recortaba para encajar, para no salirme de la raya de los estándares ajenos, hasta que un día me di cuenta de algo brutal: estaba presente para todos, pero ausente para mí.
Llegó un momento en que me sentí enferma de verdad: angustiada todo el día, nerviosa, con ansiedad, con una soledad tan grande que me miré al espejo y no me reconocí. No sabía a dónde ir, a quién llamar. Esa desesperación de no tener un lugar de referencia donde refugiarte —alguien que te haga un té o un café y no te pregunte nada, solo esté— te rompe por dentro.
Y sin embargo, de todo esto me quedó una decisión muy clara: aprender qué tipo de persona quiero ser en cada rol que me toque —mamá, abuela, tía, amiga, futura profesional—, pero sobre todo mamá. Quiero que mis hijos me vean como su lugar seguro. Que sientan que pueden venir a mí sin miedo, sin culpa, sin “justificantes”, sin pensar si hoy toca o no toca, según quién esté a mi lado. Que pedir ayuda no sea un trámite ni una negociación. Que sea algo simple, humano y genuino.
Porque no importa cuántos años tengan: siempre van a ser mis hijos. Y yo quiero ser, siempre, su refugio.




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